La vieja se llevó el tabaco a la boca sin equivocarse. ¡Manías de viejos¡ Ella no se encontraba la boca para comer, puesto que estaba ciega, obligaba a Josefa cada día a darle la comida. Chupó tres veces el tabaco, masticó el humo, lo tragó, luego lo echó al aire como si hiciera un extraño ritual.
Josefa pensaba retirarse a lavar a las sábanas que diariamente lavaba.
— ¡No salgas! — ordenó la vieja haciendo dibujos en el aire con el humo. — El volverá.
— ¿Quién volverá?
— ¡Oh!, El caminante.
Una luz iluminó el rostro de Josefa. La luz de la esperanza.
__ ¿Y a qué regresará?...— preguntó la mujer con una esperanza frágil, con una duda fuerte. Si regresaba sería por una noche como la pasada, para tomar sin oposición aquella flor marchita, estrujarla y dejarla una vez más en el lodo. A eso regresaría. No había otra razón. Se le apagó la luz del rostro al sentirse un objeto, pero mantuvo su débil esperanza — No creo que vuelva.
— ¿Acaso me he equivocado alguna vez?— le recordó la vieja volviendo hacia Josefa su monstruoso rostro — El caminante volverá... — soltó un largo suspiro materializado por el humo con una complacida amargura que la hacía impredecible — pero ya yo no estaré aquí cuando eso suceda.
Las esperanzas de Josefa de volver a ver al caminante se desvanecieron. Si ya la vieja no estaría cuando él regresara significaba que ese vaticinio jamás se cumpliría. Josefa se imaginó cien años más adelante limpiando las mismas sábanas, las mismas pústulas asquerosas, aguantando los mismos golpes, cumpliendo su condena sin que regresara el caminante. Llevaba muchos años esperando a que la vieja se fuera de este mundo, pero a ese cuerpo muerto no lo abandonaba el espíritu. Todos decían que era inmortal y en verdad… la vieja era eterna.
©Ingrid Gómez Natera
Abril 14 del 2007